IMPOSTOR
Revista TURIA nº 128. (Teruel, 2018)
Elifio Feliz de Vargas
Antología poética.
Detesto los microrrelatos, pretenciosos, frívolos y vacuos. Abomino de este género igual que en su momento condené los jaikus, aquellos versos breves que prodigaban en España a finales de los ochenta con el fulgor de lo novedoso, por más que los japoneses llevasen siglos combinando su enrevesado abecedario de acuerdo al peso de las sílabas, o de que Machado, García Lorca, Jorge Guillén y Cernuda ya los hubiese incorporado a sus poemarios años antes de ser poetas inmortales.
Pobres escritores de jaikus, vanidosos e ignorantes por igual, jugando a ser poetas, tan cegados por su maestría que nunca aceptaron la banalidad de esas composiciones vulgares y grises, al alcance de cualquiera. En aquellos años, solo en el trayecto que me llevaba de casa a la escuela encontraba cuatro ejemplos, a cual más suculento, de la ingenua rima oriental:
Panadería.
Calidad y tradición.
Horno de leña.
Tasca Manolo:
lo mejor de la casa
nuestros clientes.
Coches usados
en perfecto estado.
Todas las marcas.
Club Sirenita.
Cocktails en compañía.
Visa. Master card.
Yo mismo, sin mucho esfuerzo, soy capaz de componer un jaiku con el que conjurar aquella etapa de mi vida.
Clama el poeta
de España en los ochenta
jaikus de pena.
Sirva en mi descargo reconocer que no practico ni disfruto de la poesía, por más que en otro tiempo, como cualquier aspirante a escritor, hiciese algunos pinitos de los que poder avergonzarme en la actualidad
.
Fue a los quince años,
cuando escribí mi primer poema, bronco y desmesurado
como un sentimiento adolescente,
con más de cien versiones.
Una para cada candidata
a la que ofrecí la oportunidad de apaciguar
mi retraída y huraña soledad,
cambiando la dedicatoria
y detalles nimios,
relativos al color de los ojos,
el brillo del pelo
o la agitación de mi corazón al cruzarme con ella.
Pormenores que forzaban el cambio de los versos siguientes
para acomodarlos a la rima.
Inconvenientes de otra época,
cuando todavía existía la musicalidad del romance,
la cuarteta y la redondilla,
el soneto y el serventesio.
Convenientemente adaptadas,
sembraba rimas en los cajones de los pupitre,
o entre los cuadernos de las colegialas,
y esperaba el resultado del hechizo,
el efecto mágico de las palabras.
Pero ellas pasaban a mi lado
mirándome con indiferencia,
como si no me hubiesen leído.
Leyéndome con espanto,
como si nunca más fuesen a verme.
Nada es inútil.
En solo veinte años reescribiré el poema infinito,
antes de emprender una peregrinación
por las residencias de ancianos como lector
para viejas demenciadas,
entregado a la tarea de avivar sus ojos hundidos
y humedecerlos con las lágrimas saladas
que escurrirán de un recuerdo rescatado
del naufragio en sus sesos transformados en agua.
Nuevos Autores
En mala hora alguien me dijo: tendrías que lee a Iván Rojo, te gustará.
El tal Iván había publicado libros de relatos e incluso una novela, pero por mi carácter perezoso y usurero no los busqué en bibliotecas ni en librerías. Me limité a teclear su nombre Google y a marcar uno de los primeros resultados que apareció en la pantalla: “Iván Rojo Perfiles Facebook”.
Me puse a husmear en su biografía y lo primero que encontré fue un relato parecido a un poema, o viceversa, que hablaba de una piscina cubierta y una chica nadando con la elegancia de las sirenas mientas él la contemplaba con admiración, hasta que se acercó al bordillo y con la fuerza de unos brazos nervudos, supongo que algo así como los de los estibadores que golpeaban a Marlon Brando en la Ley del Silencio, emergían del agua la espalda, las caderas, los glúteos semiocultos por un traje de baño deportivo y la desnudez de sus piernas amputadas, más visibles en su inexistencia que el resto del cuerpo perfecto, pero incompleto. Entonces ella le miraba y, aunque no había adjetivos describiendo el tono de la frase de reproche, la imaginé escupiendo con un odio feraz y contagioso la culpa compartida: ¿Tú qué miras?
Eso mismo podía preguntarme el autor de la ficción. ¿Qué hacia leyendo uno de sus textos y tratando de descifrar el mensaje de un relato inconcluso, amputado como las extremidades de su protagonista? ¿Con qué derecho trataba de formarme una opinión sobre el mismo, cuando él lo escribió mucho antes de que dejásemos de ignorar nuestra mutua existencia?
En desagravio pulsé el icono de Me Gusta, como había hecho tantas otras veces incluso con las cosas que no me gustan, solo para que el remitente sea consciente de que he visto su publicación. Fue un acto involuntario, todo lo contrario a su premeditada solicitud de amistad que me llegó unos minutos después, como preludio de una tempestad atronadora de escritos que ciegan como relámpagos en mitad de la noche.
Plaga
A partir de ese momento descubrí que miles de poemas breves, más cortos que sus enrevesados títulos, se están adueñando de las redes sociales a falta de un contrato de edición, o como protesta ante la inacción de unos editores acomodaticios, sin agallas para publicar algo que se aleje de crímenes sin resolver o novelas lacrimógenas sobre la Guerra Civil.
Al aceptar la amistad de un escritor compulsivos inutilicé el antivirus que me había mantenido a salvo de la devastadora plaga de microrrelatos que esbozan y arruinan novelas, sin paciencia para desarrollar la trama o con pereza para consumarlas un desenlace.
Ahora, convertido en un adicto a sus palabras, espero cada nueva entrada en facebook o en sus blogs como constatación de su afán devastador, que va talando indiscriminadamente el bosque de la creatividad, arruinando incipientes proyectos literarios antes de que les broten capítulos y florezcan personajes.
Yo os maldigo Iván Rojo, Víctor Pérez, Gómez Quevedo. A vosotros y a vuestros textos, pretenciosos e inútiles como jaikus.
Utah en Sanabria
Algunos años veraneo en Rosinos de la Requejada, cerca del lago de Sanabria.
Algunas veces los relatos de Víctor Pérez están ambientados en Sanabria.
Yo, al igual que Víctor Pérez, conozco Rabanillo y conozco Mombuey, conozco Asturianos y Río Negro, Vime y Robledo, Paramio y todos esos pueblos a ambos lados de la nacional 525. Por eso puedo asegurar que no se parecen en nada a los villorrios de Utah o de Montana, por más que el bar de la Rapina, en Mombuey, tal y como aparece descrito en “Sublime cantar de gesta”, huela al auténtico bourbon Jim Bean y a cigarrillos Pall Mall, por más que su padre, convertido en elemento central del relato, esté fumando Ducados y bebiendo Terry en una copa de coñac con propaganda de Magno, mientras habla de sus vacas y de sus cosas.
Víctor lo escucha y asiente, pero su pensamiento está en otra cosa, atento a la colleja paterna requemada por el sol y en la que apenas puede leerse un tatuaje borroso.
El tacto de la nuca de su padre es un misterio imposible de desvelar, como el mensaje desteñido que la cubre.
Si le diese una colleja, su padre le partiría el alma ahí mismo.
Si preguntase el porqué del tatuaje, tal vez dejase de admirarlo.
El bar de Guillermo, en Palacios de Sanabria, tampoco recuerda a un motel a las afueras de Rock Spring ni lugares por el estilo. Las paredes están adornadas con grasientos trofeos de caza: la cabeza disecada de un jabalí de mirada estrábica, calaveras de corzo, cuernas de ciervo y las orejas resecas de un matacán.
Fuera, al pie de la carretera, hay una terraza con sillas rojas de cervezas Mahou.
Sobre una de ellas bebo Mirinda de naranja.
Es posible que sea el único lugar de España donde todavía sirven Mirinda.
Mientras bebo, resuenan los aullidos y gemidos de una pareja de perros azuzada por la curiosidad infantil.
Los canes alcanzan la mediana de la N-525 y se detienen jadeando.
Los críos, desde el arcén, ríen alborozados e incrédulos al ver a la galga atigrada con un pequeño bichón maltés colgando de su cola.
El macho diminuto apenas llegar a rozar el asfalto con la punta de las patas delanteras, a pesar de que la perra encorva el lomo igual que si estuviese estreñida.
Yo también me pregunto cómo habrán podido hacerlo, pero ahí están.
A salvo de los críos en medio de la carretera.
Sembrando dudas en las inocentes mentes de tiernos veraneantes que, al regresar a casa, serán trasladadas a sus padres en forma de preguntas comprometidas.
La carretera es una recta interminable con buena visibilidad que se pierde en el horizonte.
Entre reverberaciones de aire caliente, el viejo Pegaso rojo va tomando forma mientras avanza.
Suena la bocina ronca, pero los perros no entienden su idioma.
Solo saben de ladridos y aullidos.
Los mismos que lanzan mientras el caucho abrasador de las ruedas los separa abriendo una cremallera imaginaria.
La terraza se llena de espectadores que ahogan un grito y se tapan los ojos.
Los niños aplauden y ríen.
Has visto, tío, ¡qué pasada!
El camionero les guiña un ojo y levanta el pulgar de la mano en un gesto de éxito.
De la casa de turismo rural sale una mujer despeinada, con una camiseta agujereada que le cubre hasta los muslos.
El estrépito debió pillarla durmiendo la siesta.
Puede tener cualquier edad entre cincuenta y setenta años, pero de lo que no hay duda es de que es extranjera.
Mon petit, mon petit, repite en un susurro cuando se agacha a recoger los restos del bichón maltes.
Mon petit, sigue diciendo cuando los estrecha contra el pecho y comienza andar, carretera abajo.
Los clientes vuelven al bar.
Los chicos a sus bicicletas.
Yo la sigo con la mirada, como la cámara de Nagisa Oshima sigue a la protagonista en las escenas finales del Imperio de los Sentidos.
Mombuey no es Utah.
Ni Palacios de Sanabria tiene nada que ver con Tokio.
Uno de los vuestros
Desvarío como vosotros. Escribo como vosotros. Experimento como vosotros. Utilizo el mismo lenguaje, soez y resentido, con el que os esforzáis por convertir las anécdotas cotidianas en dramas vitales. Quiero decir, que renuncié a mi puta novela en el jodido pueblo de vacaciones a cambio de un puñado de likes. ¿Os queda claro?
Tú tampoco tienes pueblo, Iván Rojo, y como si eso fuese una tragedia escribes un poema sobre el verano en tu barrio, a las cuatro de la tarde, con 38 grados, que es cuando más añoras no tener una casa en el pueblo, para echarte la siesta entre crujidos de un somier desvencijado, zumbidos de moscas, ladridos de perros, ruidos de cosechadoras y esas cosas que supones que se escuchan en los pueblos a la hora de la siesta. Pero no te conformas con titularlo “Bochorno”, ni “Canícula”, ni “Verano del 84”, sino que lo encabezas con una frase rotunda y malsonante: “La furgoneta que me traía el libro de Ginsberg esencial se metió la hostia en Carmona a las 12:03” Y a pesar de que no entiendo qué coño tiene que ver una cosa con otra, a pesar de que no me creo que tu abuelo perdiese la casa del pueblo en una partida de póquer, porque en los pueblos de verdad se juega al mus o al tute y se apuestan garbanzos o palillos, no casas ni ferraris -sobre todo si tu pueblo son cuatro casas y un barucho-, a pesar de todas esas incongruencias te doy mi aprobación, porque sé que es mucho más gratificante ver tu muro lleno de “me gusta”, “me sorprende”, “me encanta” a los dos minutos de colgar el texto, que pasar un año haciendo presentaciones en librerías y pateando bibliotecas para reunirte con tus lectores a cambio de una docena de libros vendidos.
El año pasado estuve en el club de lectura de un pueblo de esos que tú añoras, con gatos sesteando junto a los geranios de las ventanas, cagarrutas de oveja sobre los adoquines de la calle y una forastera sobrina del cura que se baña desnuda en el río.
Fui allí para hablar de mi última novela.
A los autores les pagan más por hablar sobre lo que escriben que por el hecho de escribir.
Mientras esperaba en la puerta de la biblioteca, pasó un anciano montado en una bicicleta negra y pesada. El quejido del eje de las ruedas desengrasadas vencía al chirrido de los vencejos que revoloteaban por la plaza atiborrándose de mosquitos.
¡Epa!, saludó el hombre apretando lo frenos y echando un pie a tierra.
Aquí, de espera, respondí.
He trabajado muchos años en distintos pueblos y sé de la curiosidad de los lugareños, así que decidí ahorrarme los rodeos y le expliqué, sin darle opción a preguntar, por qué y para qué estaba allí.
Él me dedicó una mirada entre compasiva e incrédula, se encogió de hombros, levantó con el empeine el pedal derecho y cargó todo el peso de su cuerpo sobre el mismo para dar una primera pedalada.
Sin mirarme, señaló la azada que llevaba atada sobre el guardabarros trasero, al tiempo que se despedía: Si de verdad quieres trabajar, coge ésta.
Algún día intentaré escribir un poema sobre ese suceso, como hiciste tú cuando el Megane se cruzó en tu camino de vuelta a casa y un chaval asomó la cabeza para decirte algo ofensivo, al mismo tiempo que una chica emergía del techo solar para lanzarte una lata de cerveza y llamarte capullo. Un poema dedicado a los que no entienden que salgas a pasear solo por la ciudad desierta a las doce de la noche. Dedicado a los que no les entra en la cabeza que me esté abrasando al sol en la plaza de un pueblo, esperando a una señoras que van a ver a ese chico que escribe, no para comentar su novela, sino para decirle que conocieron a su padre cuando estuvo trabajando en la azucarera y a su madre, cuando era una niña y pasaba los veranos en la casa de su tía.
Me rindo
Ya está. He renunciado a mis sueños, ¿qué más queréis?
Juega con nosotros
Los miembros de la Cosa Nostra de la lírica española vinieron en mi busca.
Decían que les gustaba cazar poetas a la luz del crepúsculo, pero salieron a mi encuentro a plena luz del día.
Probablemente porque, como ya he dejado claro, poco tengo de poeta.
Un mensaje en el móvil decía que Víctor Pérez me había invitado a participar en el evento: “Los poetas tienen un intenso sabor a paloma”.
Con ese título podría tratarse de cualquier cosa, pero a los organizadores del asunto les parecía tremendamente sugerente. Incluso daba pie a numerosas matizaciones: “Los poetas suelen ir en bandos. Por eso pegamos un tiro para que se abran y se dispersen”- aclaraba la convocatoria.
Lo que ellos no sabían es que a mí ya se me había pasado el tiempo, que ya no vendería a mi madre por publicar. Pero está bien que alguien te confunda con un entusiasta de causas perdidas, aunque solo sea por unos minutos, y te invite a un programa de radio para hablar de narradores sucios o de poetas desordenados.
En la conversación surgían los nombres de Michel Houellebecq, Tobias Wolf, Raymond Carver, Pedro Juan Gutierrez, Mia Couto y otros autores a los que nunca había leído o, si lo hice, se cuidaron mucho de dejar huella en mi memoria.
El salón de actos lleno, la radio retransmitiendo en directo y yo convertido en convidado de piedra, hasta que alguien mencionó a Gómez Quevedo.
Acudieron a mi memoria sus versos suburbiales de perros escuálidos correteando entre las cuadras de calles sin nombre ni panadería, bares donde tomar tragos baratos de vino de caja mientras llueven papas fritas cortadas a bastones, partidos de fútbol con una pelota vieja y sucia por un patio de baldosas y rayuelas porque el fútbol es la única alegría que tienen, patear a un balón y enredar con pibas que se enfiestan entre varios y acaban en clínicas abortistas clandestinas o siendo las madres de vuestros hijos y más adelante señoras con las tetas caídas de amamantar, regando canastos de basura, pero entonces ya os dará todo igual, porque os habréis convertido en fumadores sin dientes, impasibles y decrépitos como un graffiti más de las paredes desconchadas de un barrio miserable soñado a las afueras de Morón, en Buenos Aires.
Me apoderé del micrófono. Conocía un centenar de sus poemas sin título. Sabía de sus obsesiones y de su inconstancia. De su empeño en resultar ininteligible, a pesar de lo cual era capaz de recitar de memoria su mejor poema, la antítesis del retrato machadiano en la que reconoce su rol de pelotudo en una familia que no se sostiene con amor sino con carencias y jerarquía, donde la voz de la madre lo va barriendo hacia la calle: -¿Cómo puede ser que con treinta y pico de años no tengas nada estable? Ni pareja, ni casa, ni trabajo, ¿sos puto? Ya te saqué un turno con el psiquiatra.
En mi delirio llegué a afirmar que el razonamiento nihilista de Gómez Quevedo había marcado mi trayectoria vital:
“35 tardé en darme cuenta, en tener la experiencia y el coraje curtidos como para resignar el confort de una ducha caliente, de un plato de comida cuando la temporada es baja, de una oreja cuando se te atraganta el llanto… En algún momento se va a apagar la luz, y la herramienta más valiosa es la libertad de usar el tiempo en lo que te plazca, y plazca viene de placer”.
Ellos escuchaban asombrados. El entrevistador, Iván Rojo y Víctor Pérez intercambiaban miradas elocuentes mientras continuaba mi perorata, hasta que el primero, retomando las riendas de la entrevista, me arrebató el minuto de gloria con una intervención reveladora:
-Ahora seguiremos hablando de la obra de Gómez Quevedo, pero antes sería interesante conocer por boca de sus creadores el origen de este alter ego en el que vuelcan la parte más experimental de su producción literaria.
Los miembros de la Cosa Nostra de la lírica española vinieron en mi busca y me dieron caza.
Impostor
Gómez Quevedo no existe.
No existe en la realidad.
No existe en la imaginación de Iván Rojo. Tampoco en la de Víctor Pérez.
Ni siquiera en mi recuerdo.
Continuaron hablando de sus producciones inabarcables, del nuevo género que nacía de rebuscar entre los detritus de otras formas narrativas en desuso, de un universo creativo que incluía a un Gómez Quevedo tan falso como el bar de Mombuey o la casa perdida en una apuesta de póker.
Hablaban sin parar, quitándose la palabra de unos a otros, pero ya sin detener sobre mí sus miradas, aunque solo fuese un instante, buscando mi aprobación. Sabían que era un impostor.
Quise ser como ellos, al tiempo que no soportaba ser como ellos.
Quise escribir como ellos a pesar de odiar sus métodos, el derroche de ideas, la barra libre de sentimientos, el genocidio de personajes, el despilfarro de argumentos. Escribir por placer, por conjurar fantasmas y obsesiones a cambio de un puñado de “me gusta”, “me encanta”, “me divierte”.
No soy uno de los vuestros.
Deberíais haberos asegurado antes de aceptarme en vuestro círculo selecto.
Tendríais que haberle preguntado a los críticos de prestigio, a los auténticos poetas. Cualquiera de ellos os hubiera advertido de que era un impostor, un infiltrado que seguía vuestras publicaciones como fuente de inspiración, un traidor dispuesto a convertiros en seres de ficción.
Si me hubieseis preguntado a mí os habría dicho la verdad. Que lo único que pretendía era venderos, a vosotros y a vuestra mercancía, en forma de relato.