LA COLECCIONISTA

mermaid-4106412_1920Relato extraído de CONTRAPUNTO

(Ana Ubé & Elifio Feliz de Vargas.
Colección Mandoble nº 5. Ed. Certeza ,2012)
Fotografía Jonny Linder

Se ha escrito mucho acerca del canto de las sirenas, de su hipnótico poder de atracción, pero en mi caso, la primera vez que me acerqué a una de ellas no lo hice seducido por la cadenciosa melodía de su voz, sino siguiendo los lamentos desgarradores que se dejaban escuchar por encima del espeso oleaje y la risa de las gaviotas.

Cuando llegué hasta ella nada me hizo pensar que pudiera encontrarme frente a uno de esos seres mitológicos en los que, como cualquier persona cabal, nunca había creído. Era imposible reconocer el menor atisbo de belleza en el engendro que jadeaba varado en la orilla de la playa, chapoteando a cada envite de las olas, hundiéndose en el foso que iba excavando con su aleta caudal en la arena espesa y húmeda.

Coleteaba sin que el sol lograse arrancar reflejos irisados de sus escamas, ocultas bajo un turbio emplasto oscuro, moteado de granos de arena. En sus brazos se enredaban algas viscosas, bolsas de plástico, fibras de esparto y trozos de alambre oxidado. Sobre sus senos desnudos reposaban cadáveres de peces en putrefacción y ásperos caparazones de crustáceos. Los dorados cabellos no eran sino lacias crenchas entre las que se adivinaban enredadas latas de conserva, vasos de plástico, botellas de licor y preservativos usados, todo teñido del mismo engrudo negro que embadurnaba cada rincón de la costa. Y de pronto, entre aquella colección de miserias humana, se abrieron los párpados dejando al descubierto una esclerótica enrojecida alrededor del iris azul mar, de ese azul que nadie recuerda, de ese mar que ya no existe.  Abrí el saco en el que iba recogiendo la porquería de la playa y la eché dentro, sin decirles nada al resto de marinos y voluntarios que se afanaban en reducir los efectos de la catástrofe recogiendo a paladas la inabarcable mancha de aceite y despegando el petróleo de las plumas de los cormoranes y la piel de los delfines.

En la bañera de casa la limpié con el mismo disolvente que utilizaba para aves y peces, hasta cerciorarme de que bajo la costra negra había realmente un rostro humano, un torso de mujer y una larga cola cubierta de escamas. Busqué el collar de mi viejo mastín, lo cerré alrededor de su cuello, la llevé hasta la cala del faro abandonado, adonde iba a buscar percebes cuando el tiempo lo permitía y amarré la cadena a un saliente de las rocas.

Durante todo este tiempo, sin fallar un solo día, he ido a verla cada mañana, la he alimentado con comida para tortugas del Doctor Woh, le he cantado antiguas canciones marineras y la he agasajado con esos despojos que tanto la atraen y entretienen: papel de celofán de las cajetillas de tabaco, envases de tetrabrik, pilas gastadas, móviles usados, brillantes cedés…

Mis cuidados han dado sus frutos y se la ve mejorar día a día. Sus escamas son simétricas, plateadas y brillantes, el vientre blanco y liso, los senos turgentes, los cabellos dorados como reflejos del sol en el horizonte, los ojos de un azul indescriptible y sus labios apetitosos frutos rojos por los que escapan pequeñas burbujas que ascienden por el agua para romperse en la superficie con un tintineo musical.

Hoy la he sorprendido tumbada en la roca, cepillando su melena ondulada con un peine de coral y susurrando una melodía apenas perceptible. Sé que ensayaba para mí, que un día vendré a buscarla y me enredará con su voz, que me encaminará hacia las rocas húmedas y resbaladizas haciéndome zozobrar, que se soltará del collar y me arrastrará al fondo del océano, al reino de Neptuno y me mostrará orgullosa antes sus compañeras como la última pieza de su colección.

¿Acaso existe mejor modo de abandonar este estercolero?

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