ALGO

Relato publicado en DIARIO DE TERUEL el 4 de agosto de 2017

Ser una persona metódica nunca impidió que me considerase, al mismo tiempo, un hombre de acción. No creo que sean características humanas incompatibles y de acuerdo con la primera sigo pasando la misma quincena de vacaciones, en el mismo hotel y en la misma habitación, con vistas a la misma playa, igual que hice durante más de treinta agostos en compañía de Lola, hasta el año en que enviudé. En cuanto a la segunda, cierta propensión a la melancolía, una angina de pecho, el Sintrom y la artrosis me apartaron de cursos de buceo, tablas de windsurf, rutas en bicicleta y fiestas ibicencas hasta el amanecer.

Regresar al mismo lugar de veraneo inutilizado para el ocio activo me obligó a esforzarme en encontrar alguna actividad con la que rellenar los interminables días del verano. No soy aficionado a la lectura, detesto la televisión, los videojuegos y las redes sociales entraron demasiado tarde en mi vida para conseguir engancharme y no soy un buen conversador, así que mis posibilidades de entretenimiento se reducen notablemente tanto dentro como fuera del hotel. Al menos eso pensaba hasta que descubrí una novedosa y fascinante faceta de mi personalidad que conjuga la observación metódica con el ejercicio, si no físico al menos intelectual. Podría decirse que me he revelado como un eficiente investigador del comportamiento humano, un Linneo antropológico entregado a elaborar su propio  “Systema Naturae” de habitantes de la playa.

El azar estuvo implicado en mi hallazgo, como en todo gran descubrimiento. El molesto llanto de una niña colándose en mi mente vacua fue la ventana mal cerrada que contaminó la placa de cultivo de mis pensamientos, sembrando entre ellos la particular penicilina que me salvaría del tedio. La chiquilla lloraba cerca de mi toalla, reclamando la atención de sus padres sin dejar de señalar con los índices acusadores el castillo de arena demolido por el balón de playa y a su hermano como causante del desastre. El muchacho, de esa incierta edad en la que se comienza a abandonar la infancia sin llegar a alcanzar la adolescencia, se pavoneaba haciendo piruetas y exhibiendo sus músculos inapreciables ante una atractiva y desidiosa pubescente que miraba sin disimulo a una pareja de jóvenes tumbados sobre la arena y envueltos en una gran toalla que ocultaba a la vista y mostraba a la imaginación el movimiento de sus manos sobre los cuerpos semidesnudos, los mismos que se esforzaba en descubrir el hombre que los miraba de soslayo mientras consolaba a la niña que lloraba señalando el castillo de arena destruido y abroncaba al chaval que lanzó el balonazo, provocando la desesperación de su esposa que recogía las toallas arrastradas por el viento, enderezaba la sombrilla ladeada, guardaba en la nevera portátil la botella de agua abandonada sobre la arena abrasadora y buscaba las gafas de sol en la bolsa de playa, todo sin soltar el bote de protector solar que todavía no había tenido tiempo de aplicarse, y eso que lleva allí más de media hora, sin parar de hacer cosas, una tras otras, y luego le llaman vacaciones, murmuraba entre dientes, lo suficientemente alto para que todos los que estaban alrededor, y no sólo los interesados, puedan oírla. Todo un ecosistema de personas diversas e interrelacionadas, una cadena trófica de comportamientos depredadores y depredados se desplegaba ante mi hide camuflado con páginas de periódico, gafas oscuras y una lata de refresco que, invariablemente, entierro bajo la arena antes de marcharme, atendiendo a un viejo juego que practicábamos Lola y yo para comprobar que la marea succiona durante la noche todas las pruebas de la presencia humana, dejando a cambio una recompensa en forma de conchas y sargazos.

Día a día se han sucedido las salidas a la playa, donde he ido tomando notas en mi guía de campo para más tarde, en la habitación del hotel, denominar, catalogar y clasificar en familias, especies, géneros y variedades los ejemplares inagotables de la fauna humana que me rodea, desde los más sencillos a los más complejos, entre los que destaca el inquilino de la habitación de al lado, un anciano obeso y rubicundo, con aspecto de nazi oculto en España, que baja a la playa después del atardecer, cuando la arena se ha desnudado de su vestido de toallas y sombrillas. El viejo da un paseo por la orilla, dejando que las olas laman sus pies anchos y deformes, hasta llegar al espigón, de donde regresa alumbrando el camino con una linterna, en busca de algunas cosas que guarda en una bolsa de deporte de escay azul tan antigua como él, en la que unas letras blancas anuncian las olimpiadas de “Montreal ‘76”. La duda entre clasificarlo como depredador solitario o carroñero ocupa buena parte de mi tiempo.

Anoche, cuando bajaba al comedor a la hora de la cena, una corriente de aire abrió la puerta de la habitación de al lado, la del viejo nazi, invitándome a entrar. El interior estaba oscuro, los visillos bailaban a ambos lados de la ventana abierta, por la que se filtraba el tenue resplandor de las farolas de la piscina. La curiosidad fue más fuerte que la prudencia. No me atreví a encender la luz y caminé en penumbra, iluminándome con la llama de mi mechero. Lo que descubrí sobre la mesita de noche me heló la sangre. Apiladas unas sobre otras se acumulaban cientos de latas de refrescos vacías, etiquetadas con una fecha. “2-08-1995” figuraba en las dos primeras. Dos latas por cada día entre el 2 y el 15 de agosto, desde 1995 a 2015, el año en que murió Lola. A partir de esa fecha una única lata por día.

Me sobresalté cuando la lámpara del techo se encendió. En el umbral de la puerta el viejo rubicundo me miraba con una mano apoyada en el interruptor de la luz, mientras la otra sujetaba la trasnochada bolsa de deporte.

-Algo hay que hacer –me dijo, como si yo le hubiese pedido una explicación.

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