EMBORRONAR PAPEL (Publicado en Revista TURIA Nº 108, febrero 2014)

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EMBORRONAR PAPEL

 Los he sorprendido hablando de mí. Al entrar al despacho han tratado de disimular: la señora Parker recostándose con gesto de abandono al borde del escritorio y el estúpido de Staedtler lanzándose apresurado al cubilete donde guardo los bolígrafos, fingiendo que buscaba algo en el fondo. Una maniobra inútil porque, cuando me he decidido a abrir la puerta, ya llevaba un buen rato escuchándolos al otro lado del pasillo.

Comenzaron con el tono lastimero y reticente de quien por primera vez baraja la posibilidad de desprenderse de una mascota enferma y desahuciada, pero poco a poco han ido animándose hasta alcanzar la determinación de aquel que tiene decidido cambiar un electrodoméstico desvencijado. Decían que ya no les sirvo, que no van a sacar nada productivo de mí, que estoy viejo, gastado. Lo más doloroso, si es que alguna parte de su diálogo puede sobresalir en el conjunto, ha sido descubrir que los comentarios relativos a la edad partían de la vieja señora Parker, que ya estuvo al servicio de mi padre, aunque entonces sólo fuese para registrar asientos contables en los libros de la ferretería en la que ambos trabajaban. Precisamente ella, que si algo creativo ha llegado a garabatear a lo largo de su vida lo ha hecho de mi mano. Ella, que si alguna posibilidad alberga de alcanzar la gloria y la inmortalidad es manteniéndose a mi lado y siguiendo las órdenes que yo le dicte.

Y qué decir de Staedtler, ese enano mellado al que mantengo a mi servicio por pura superstición, porque durante mis años de estudiante en la Universidad se comportó como un amuleto que atraía la buena suerte en los exámenes a los que me acompañaba. Un talismán que lleva años sin cumplir su cometido y va sumando fracasos, desde el Café Gijón al Ateneo de Sevilla, por nombrar algunos de los más sonados, aunque su ineficiencia ha quedado demostrada sobradamente cuando ha sido incapaz de ayudarme a conseguir un accésit o una mención del jurado en aberrantes concursos de haikus y relatos hiperbreves.

No debería darle importancia a sus palabras. Por mi parte pueden abandonarme cuando quieran, al fin y al cabo nunca he usado para mis fines la sucia plumilla de la señora Parker ni el duro carbón de este Staedtler Noris del número 4, sino que comencé golpeando las teclas de una Olivetti Lettera 32, como todos los de mi generación y he terminado emborronando inmaculados archivos de Microsoft Word Office.

A veces añoro aquel tiempo en que me escondía en un rincón de la casa, a solas con la máquina de escribir portátil, para acariciar sus teclas con suavidad o golpearlas con furia, según mi estado de ánimo, transformando en poemas indescifrables o en relatos de un realismo descarnado el vigor y la frustración adolescente, en un acto irreflexivo que hilvanaba palabras al margen de una estructura planificada. Nada parecido a mi actual método de trabajo, cuando la escritura se ha convertido en un proceso sistemático que me lleva a crear un nuevo archivo en el ordenador sólo en el momento en que arranque, nudo y desenlace forman parte de un plan descrito al detalle, con la meticulosidad de un proyecto de ingeniería que, a pesar de todo, corre el riesgo de desmoronarse estrepitosamente víctima de su propia rigidez. A menudo olvido que escribir no constituye un trabajo mecánico, sino que es la consecuencia de una predisposición, de un estado de ánimo, de un cúmulo de circunstancias. Una compleja combinación de la razón y los sentidos por la lo que ayer parecía original y atractivo hoy puede resultar vulgar y tedioso.

Dotar de cualidades humanas a quien no las tiene no es algo nuevo en la literatura. Ya lo hizo con muy buenos resultados Eric Arthur Blair, al que todos conocemos por su pseudónimo literario como George Orwell, con su Animal Farm, en 1945. Y antes que él nuestro insigne Cervantes con una de sus novelas ejemplares, en la que sólo el título es más extenso y contiene mayor argumento que algunos de los más acreditados relatos hiperbreves. Basta comparar el injustificadamente encomiado cuento del dinosaurio de Augusto Monterroso, o la reincidente secuela  El emigrante del mexicano Luís Felipe Lomelí (“¿Olvida usted algo? ¡Ojalá!”. Fin del cuento), con el encabezamiento del relato cervantino Novela, y coloquio, que pasó entre Cipión y Berganza, perros del Hospital de la Resurrección, que está en la ciudad de Valladolid, fuera de la puerta del Campo, a quien comúnmente llaman “los perros de Mahudes”, texto al que la pereza de los lectores o la economía de medios de editores e impresores transformó en El coloquio de los perros. Pero tampoco fue el Príncipe de los Ingenios el primero en utilizar esta fórmula que pone reflexiones humanas en boca de seres irracionales, o virtudes y defectos de nuestra especie en el comportamiento de animales vertebrados e invertebrados, que ya por el año 600 a.de C. circulaban fábulas atribuidas a Esopo en las que dialogaban liebres con tortugas y cigarras con hormigas.

En cualquier caso estamos hablando de seres vivos, así que no debería sentirme acosado por las dudas. La originalidad de mi planteamiento está en dotar de características humanas a seres inanimados. Completamente inanimados, puntualizo, por si alguien trata de rebatir la singularidad de mi trabajo esgrimiendo los cuentos recopilados por Isaac Asimov en Sueños de robot. Nadie debería sorprenderse al descubrir que una máquina, dotada de los instrumentos necesarios para almacenar información, procesarla y llegar a conclusiones, ha logrado evolucionar, al margen de nuestro control, hasta ser consciente de su capacidad para razonar, mientras que en este caso…En el caso de una pluma…

estilográfica

y un

lapicero

Staedtler

Noris

4

 

De nuevo la pantalla del ordenador en blanco.

Es el precio de la originalidad. Desechar, arrinconar, vetar, romper en mil pedazos textos banales, olvidar para siempre ideas aparentemente ingeniosas. La originalidad implica un  sacrificio. Originalidad = Sacrificio. Sacrificio = Descenso de la producción. Descenso de la producción = Ausencia en el mercado. Ausencia en el mercado = Fracaso.

Propiedad transitiva: Originalidad = Fracaso.

Fracaso y pérdida de tiempo.

Los días corren y el mercado editorial no se detiene. Ni se detiene ni avanza. Los mismos folletines sobre amantes flagelándose con sus infidelidades, un  nuevo resurgir de la novela negra con criminales en serie sorteando las pesquisas de inspectores avispados, la sucesión inagotable de intrigas y ambiciones en sagas familiares, catástrofes propiciadas por inminentes maldiciones milenarias, ficciones con personajes históricos, testimonios de la Guerra Civil, manuales de autoayuda para afrontar la crisis, para hacer negocios, para hacer amigos, para vivir feliz. Todos los géneros tienen  su nicho de mercado.

¿Y si no hay género? ¿Qué ocurre cuando el resultado de tu trabajo es tan original que resulta inclasificable? En ese caso no queda más opción que desprenderse de cualquier atisbo de pusilanimidad de carácter para no terminar como el pobre John Kennedy Toole con su Conjura de los necios.  Él ni siquiera llegó a ser un escritor incomprendido o desafortunado, simplemente no fue escritor. Es probable que ante las negativas de los editores a publicar su novela, alguna vez soñase con convertirse en un escritor maldito, una figura sugerente y peligrosa como el canto de las sirenas, pero no todo el mundo sirve para ejercer ese papel. Es más, no creo que nadie aspire a convertirse en un escritor maldito para morir como un rey de tragedia: loco, ciego y furioso, tal y como definió Valle-Inclán al sevillano Alejandro Sawa, el hijo predilecto de la bohemia de un Madrid absurdo, brillante y hambriento. Hace falta tener muchas agallas para ser un escritor maldito. Muchas más que para ser un maldito escritor.

No fueron escritores malditos Rimbaud y Bukowsky, ni lo es Leopoldo María Panero, por más que se su vida y su obra se hayan esforzado en dotarles de tal condición. No lo fueron ni lo serán desde el preciso momento en que sus biógrafos los coronaron con la guirnalda del malditismo, permitiéndoles disfrutar de tal reconocimiento en vida, al margen de que la insaciable codicia humana pudiera dejarles un poso de insatisfacción.

A menudo se confunde al autor maldito con el profesional de la provocación, tanto en la literatura como en el arte. ¿Quién conocería a Piero Manzini si no se hubiese arriesgado a exponer y poner a la venta a precio de oro su Merda d’artista?  Noventa latas numeradas con una etiqueta impresa en la que se detallaba la información al consumidor: “contenido neto 30 gramos, conservada al natural, producida y enlatada en mayo de 1961”. Nada nuevo, una versión un punto más escatológica que el urinario de Duchamp, expuesto como obra de arte bajo el título “Fountain” en el Museo de Nueva York, en 1917. Algo así como la materialización de las coprolalias surrealistas el abuso de imprecaciones, procacidades y groserías para escandalizar al lector. El escándalo, que fuera divertimento para D. Francisco de Quevedo en sus Gracias y desgracias del agujero del culo, convertido en presunta salida del anonimato y entrada al éxito para autores mediocres.

Existen numerosos libros que han pretendido escandalizar a críticos y lectores utilizando la estrategia de publicar gruesos volúmenes en los que tras títulos como Grandes aportaciones del género femenino a la mecánica, o Biografía de famosos intelectuales de raza negra -dependiendo del colectivo al que se pretende violentar-, se suceden centenares de páginas en blanco.

Al hilo de esta tosca idea me aventuré a presentar a un editor con fama de avispado mi obra Tratado sobre el onanismo, compuesta por una breve introducción en la que advertía: “A ti lector, ya seas aficionado, iniciado, profesional, investigador o simple curioso que pretende profundizar en la temática que se aborda en este tratado, te anticipo que, por más que busques, todo lo que vas a encontrar es paja”. A este prefacio le seguían unas cochambrosas páginas arrugadas, embadurnadas de los más variopintos fluidos, orgánicos e inorgánicos, distribuidos de forma caprichosa.

Durante meses esperé sin demasiada esperanza una respuesta por parte de la editorial, pero no la obtuve ni en forma de contrato de edición ni como respetuosa carta de rechazo (Estimado Señor, agradecemos la confianza depositada en esta editorial, pero lamentamos comunicarle que el manuscrito remitido en fecha tantos del tantos no se ajusta a la línea temática de ninguna de nuestras colecciones y tal y tal; o estimado Señor, agradecemos la confianza depositada en esta editorial, pero lamentamos comunicarle que ya tenemos cubierta nuestra selección de novedades para el próximo ejercicio y patatín patatán; o estimado Señor, agradecemos la confianza depositada en esta editorial, pero lamentamos comunicarle que la situación de crisis que atraviesa el sector nos obliga a reducir el número de títulos publicados, dejando fuera a muchas obras que, en otras circunstancias, hubiésemos respaldado y esto y lo otro y lo de más allá), de modo que armándome de valor y preparado para recibir las más peregrinas excusas a la resolución de no publicar el Tratado sobre el onanismo, me puse en contacto telefónico con el editor, quien nada más escuchar el título de la obra abandonó el amable tono con el que había iniciado la conversación para sucumbir a un repentino ataque de ira. Mi manuscrito era una tomadura de pelo, un sinsentido, una pérdida de tiempo, una ocurrencia, una broma de mal gusto, una obscenidad, una aberración. Ni que decir tiene que traté de rebatirle con los argumentos anteriormente expuestos. Le hablé de Piero Manzini, de Duchamp y de Quevedo, del dadaísmo, el surrealismo y el pop art, del realismo sucio, la literatura marginal y la antiliteratura, para terminar recurriendo a las cuestiones económicas que respaldaban su publicación, como el ahorro en tinta y, dada la brevedad del texto, la posibilidad de hacer ediciones en otras lenguas encargándome yo, personalmente, de la traducción con ayuda de Babilón.com o algún otro traductor en línea. No pude terminar. Me colgó antes de que lo hiciera.

Si alguien siente curiosidad por saber a qué editor me estoy refiriendo lo tiene fácil. Basta teclear “gilipollas” en Google y pulsar “imágenes” en las herramientas de búsqueda. Creí que cargar su retrato bajo este epígrafe resultaría una venganza original, pero pronto pude comprobar que no era así.  Es sorprendente la cantidad de políticos, futbolistas, actores, cantantes, cocineros, empresarios, religiosos y militares con los que comparte apelativo. Lo extraño es que haya tan pocos editores en esta nómina teniendo en cuenta la abundancia de autores despechados.

Cada día hay más y más personas escribiendo empujados por motivaciones económicas, por el deseo de pasar a la posteridad, por higiene mental, por desmedida confianza en sus posibilidades artísticas o por puro mimetismo. De niños querían ser futbolistas o modelos, de jóvenes cantantes o actrices, de adultos escritores de prestigio o escritores rentables. Miles de iletrados con sus bolígrafos cargados disparando palabras sin sentido. Decenas de miles de aspirantes a la gloria consultando escritores.org en busca de convocatorias de concursos literarios que se amolden a sus posibilidades, a sus aspiraciones o a sus necesidades. Centenares de miles de autoproclamados literatos criticando el veredicto de los jurados. Millones de competidores que paren como conejos textos aberrantes mientras yo divago sobre la afición, pasión, oficio, maldición de la escritura para llegar a una única  e irrefutable conclusión: tras treinta años entregado a la literatura, lo único que he hecho ha sido emborronar papeles.

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